martes, 2 de junio de 2009

Historias de libros y libreros en San Salvador

Reproducimos en la presente entrada de este blog un interesante artículo sobre los libreros de libros usados en San Salvador, que aparece en el primer periódico digital latinoamericano ElFaro.net, y que se titula "La biblioteca alejandrina de San Salvador":

"La Biblioteca Real de Alejandría o Antigua Biblioteca de Alejandría fue en su época la más grande del mundo. Se cree que fue creada en dicha ciudad egipcia a comienzos del siglo III a.C. por Ptolomeo I Sóter, y que llegó a albergar hasta 700.000 volúmenes en papiro, hasta su desaparición hace cerca de dos mil años a causa, según algunas teorías históricas, de un gran incendio. Al fuego, sin embargo, sobrevivió su leyenda, y en San Salvador, en los alrededores del cada vez menos histórico centro de la ciudad, el instinto comercial de las calles la homenajea con similar vocación de acervo, pero mayor descuido.

No hacen falta paredes. Los puestos de compra y venta de libros cercanos a la Avenida España y la Sexta Norte representan para el amante de las letras, aunque tenga poco dinero, un pequeño paraíso. Yo decidí probar suerte y ver qué historias compraba con treinta dólares.

Sobre la España, junto a la Tercera calle oriente, hay tres tenderetes que funcionan desde hace poco menos de dos años. “Están ahí”, dice Claudia, una de las vendedoras, “porque en el Parque San José hay mucho ladrón y además hay que pagarles renta”. “Ay, Dios, con que apenas saca uno para comer, ya voy a tener para estar manteniendo a estos vagos”, se queja.

Claudia está sentada sobre un desgastado banco de madera, dentro de un pequeño quiosco de metal que almacena libros de pared a pared. Bebe sopa de un recipiente de durapax mientras espanta con un soplido las moscas que la acechan. Es rubia y gorda, y tiene un gran lunar café cobre el labio, en el lado izquierdo de la cara. Me recuerda, sin yo quererlo, a la “Hermelinda Linda” de los pasquines de los ochentas, una bruja de acento mexicano.

“Aquí viene gente que quiere comprar, sobre todo, enciclopedias”, dice. “Los libros viejitos son los que más se venden. Los compran viejitos que dicen que con ellos fueron educados y sin muchas preguntas, se llevan el libro antes de que alguien se lo arrebate. No son coleccionistas, solo gente que vive nostalgiosa (sic.) de cuando era joven y se ríe cuando encuentra algún libro de texto de sus tiempos de escuela”, cuenta Claudia mientras muestra algunos ejemplares.

El primero de ellos es una novela, “Kitty”, de Rosamond Marshall, una escritora que hizo famoso el género del romance para adultos. Sostengo en mis manos una edición de 1946, hecha en Buenos Aires, Argentina, por la editorial Claridad. Según la enciclopedia Wikipedia, la primera edición de este libro generó una ganancia estimada de entre un millón y medio y tres millones de dólares para esta mujer originaria de Nueva York. El ejemplar que me entregó Claudia está lejos de aquellos días de gloria: su pasta dura está unida con cinta adhesiva café, y no evita que el papel se desintegre con cada ojeada.

Lo cambio al instante por otro titulado “Especies útiles de la flora salvadoreña”, un catálogo compilado por el médico-cirujano salvadoreño David Joaquín Guzmán, el mismo que hoy presta nombre al Museo Nacional de Antropología. En la primera página del texto se lee: “... con aplicación a la medicina, farmacia, agricultura, artes, industria y comercio. Tomo II”. Es una edición de 1980, la número cuatro, y su impresión estuvo a cargo de la Dirección de Publicaciones del Ministerio de Educación. La primera edición, según consta en el registro del libro, fue hecha en 1926 por la Imprenta Nacional.

El libro fue propiedad de un tal José Alfredo Henríquez Castro, que se encargó de colocar su nombre con un sello de hule en tinta color negro en la primera página y en el folio número 297. otra de las páginas reza: “Obsequio de la dirección de publicaciones Ministerio de Educación. El Salvador, C. A.”. Claudia pagó a un desconocido cinco dólares por él.

“Es que a veces la gente anda en aguas y viene a ver cómo le ayudamos”, me dice un hombre delgado, alto y moreno, con cara de Dámaso Pérez Prado, que dice llamarse Jacobo y ser hermano de Claudia. Viste un sombrero de tela, y me dice que tienen las enciclopedias en oferta. Son de las editoriales Salvat y Espasa.

Emocionado al descubrir que soy periodista, me cuenta que junto a una veintena de comerciantes informales planea demandar al ex fiscal general Felix Garrid Safie y al presidente de ARENA, ex candidato a presidente de la república y ex director de la PCN Rodrigo Ávila por haberlos encarcelado hace un par de años, acusados de cometer actos de terrorismo. Jacobo se refiere a los hechos de mayo de 2007, cuando tras un decomiso de cd y dvd piratas un grupo de vendedores quemó una patrulla, un vehículo de la cadena de televisión TCS y un pick up particular, además de provocar daños en algunos locales comerciales. Once presuntos vendedores fueron procesados por terrorismo. Jacobo dice que fueron “como treinta”. Él salió de la cárcel hace poco menos de un año. Está en libertad condicional.

“Salí de allí enfermo”, dice. “Todavía vomito por culpa del yodo que le echan a la comida. Además, mi papá se puso malo del corazón cuando le dijeron que me iban a meter preso sesenta años. Se cagaron en mí esos viejos. Perdí mi casa y me enhuevé. Ahora apenas logro salir con 25 dólares al día”.

Claudia lo interrumpe y me muestra una postal con el rostro de Pedro Infante. En ella el astro mexicano viste el famoso uniforme del Escuadrón Acrobático de Tránsito de México D.F., con el que filmó la película “A toda máquina” (1951), con Luis Aguilar como coprotagonista e Ismael Rodríguez como director. La foto venía entre las páginas de un ejemplar del Quijote.

“Una vez encontramos una carta del presidente Enrique Araujo...”, cuenta la vendedora. “Dice sus cositas”, agrega Jacobo con cierto misterio. Dicen que la tienen en casa. “En la gaveta de la cama de ella”, dice Jacobo señalando a su hermana. Ante mi incredulidad Claudia promete buscarla y enseñármela al día siguiente. La sigo esperando.

A estas alturas, cerca del mediodía, he gastado seis dólares y comienzo a caminar rumbo a la plaza San José, sobre la Sexta Avenida Norte. Allí me esperan cerca de cincuenta libreros, aunque la alcaldía de San Salvador no sabe con exactitud cuántos comerciantes informales se dedican a este rubro. Los libros asoman entre los peatones, la superposición de microbuses y buses, los puestos de comida y la cortina sonora que sale de las oficinas del Ballet Folclórico Nacional, sobre esta misma calle. Son libros manchados, carcomidos por las polillas y con los lomos despellejados por el uso, el clima, el tiempo.

Atravieso el barullo y me detengo frente al primer puesto que encuentro. La vendedora escucha atenta a su hija, de unos 17 años y uniforme escolar, que ha dejado su mochila sobre el piso de la acera y lee en voz alta el Código de Trabajo en un intento de explicar a su madre algunas leyes. Hace poco leí en algún lado que, según Ricardo Bracamonte, Director Nacional de Promoción y Difusión Cultural de CONCULTURA, un aproximado del 70% de la población del país no lee libros con frecuencia.

Ojeo las tapas y lomos sobre la mesa y tras unos minutos de curiosidad insatisfecha sigo mi camino. En otros tres establecimientos corro con la misma suerte: libros de álgebra, manuales para windows 97, ejercicios de matemáticas y un ejemplar del famoso silabario en el que miles aprendimos a escribir “mi mamá me mima, mi mamá me ama” no logran capturar mi interés. Hasta que el puesto 233 me devuelve la alegría.

Desde fuera, una pila interminable de libros colocados uno sobre otro hasta llegar al techo empequeñece a un hombre que parece sentado en el interior de una concha de caracol. Doy las buenas tardes y le digo que lo quiero entrevistar. “¿Cuánto me vas a dar?”, me grita. “Nada”, contraataco indignado al vendedor, que me dispara miradas de desprecio desde el fondo de su cuartucho tapizado de libros viejos. Me mira de pies a cabeza y luego me invita a sentarme junto a él. De mala gana, busco asiento entre Cervantes y Baldor, pero termino cediendo mis nalgas al suelo. “Lo que pasa”, me dice en tono de regaño, “es que siempre vienen queriendo verme la cara de tonto útil”.

“Ahí vienen con sus cámaras y sus preguntas estúpidas... y yo, ¿qué gano? Publicidad gratis, me dicen. Ni mierda, ¡mentiras! Son pendejadas. Uno nunca gana nada de esto. A mí nadie me ha dado nada gratis desde que empecé allá por lo ochenta”, reclama. Me callo y lo dejo hablar. “La última vez”, continúa, “vino un bicho de la UCA a hacerme unas preguntas dizque para su tesis de graduación (sic). Puede ser –dice en pose reflexiva mientras se quita los lentes de carey, los limpia y se los coloca sobre la frente, cerca de un remolino de cabello que le nace al lado derecho de la cabeza, donde tiene el cabello más largo-, puede ser que él sea solo una ratilla de laboratorio, pero podemos preguntarnos: ¿qué hay más allá de esas intenciones? ¿Qué interés tendrá la UCA en lo que yo hago y pienso? ¡Já! ¡Ahí hay un gran interés económico oculto!”

Un joven moreno, como de un metro sesenta y seis, con pelo negro y escaso bigote, asoma su rechoncha figura al umbral de la puerta y dice:

¿Tenés el álgebra de Baldor?

$13 te cuesta.

¿Esa es copia?

Sí.

¿Y nueva?

$20 -dice el vendedor, cortante, sin quitar la mirada del tipo, tiene una pierna dentro del negocio y los brazos extendidos y apoyados en los maderos laterales de la puerta.

El comprador balbucea para sí, como si hiciera cuentas, y sin mediar palabra se despega de los maderos de la puerta, da la vuelta y se aleja. El vendedor de libros vuelve a atacar:

“¿Yo qué quisiera que me dijeran?”, se pregunta, y de inmediato se responde: “que a cambio de una entrevista me van a dar mil dólares y, además, un nuevo puesto, en un local más cómodo. Y que me paguen el alquiler de un año, o mejor aún, me compren la casa y la pongan a mi nombre, para que me desarrolle como empresario. Eso sería chivo”, me dice como retándome a cumplir sus sueños. Le cuento que estoy escribiendo una crónica sobre la venta de libros pero me vuelve a callar. “No, si yo sé que usted anda haciendo su trabajo… pero atrás de eso hay intenciones ocultas, hay un orden establecido”, insiste.

Transijo, reintento, argumento. Le logro convencer de que soy periodista y de que estoy dispuesto a comprar algunos libros, y el hombre empieza a hurgar entre la montaña que tiene frente a sí, en busca de qué ofrecerme. Hay un instante de paz. Luego se voltea hacia mí y me vuelve a preguntar: “¿y qué gano yo con esto?”

Unas cuadras más allá, sobre la Tercera Calle Oriente, encuentro un local donde se venden y compran libros desde hace 18 años. Se llama Primera Lectura y su dueña, la señora Mabel, también ofrece revistas de belleza, antiguas la mayoría de ellas.

¿Cómo ha logrado sobrevivir tantos años en este negocio a pesar de que los salvadoreños no se caracterizan por ser lectores constantes?, le pregunto. Ella, de pelo rubio, piel rosada, mejillas pronunciadas y cara sudorosa, me responde: “Es que yo solo comercio con cosas que la gente compra. Los otros se llenan de cualquier cosa y venden poco. Yo escojo literatura que todos buscan, las obras clásicas, pues, y antigüedades, y se las vendo a coleccionistas”.

Me muestra un ejemplar de “Selecciones de Reader´s Digest” de febrero de 1943 y cuyo precio original fue de 25 centavos de colón. En él encuentro artículos propagandísticos del gobierno de Estados Unidos donde se habla maravillas de los aviones de combate que irán a pelear contra las fuerzas del mal de Hitler, y un escrito del teniente coronel Warren J. Clear, del cuerpo de Estado Mayor del Ejército de los Estados Unidos, titulado “El soldado japonés visto de cerca”. El primer párrafo dice así: “El soldado japonés mide, por término medio, un metro y veinte centímetros de estatura, y pesa alrededor de cincuenta y tres kilos. De su paga, equivalente a un dólar y veintiséis centavos, le quedan todos los meses nueve centavos, para que los gaste como mejor le parezca...” Ese mes, de ese año, el día 25, había nacido en Liverpool, Inglaterra, George Harrison. El futuro Beatle era el menor de cuatro hermanos y su padre era conductor de un autobús municipal. El Reader´s Digest no lo sabía.

De las antigüedades que según ella han sobrevivido a las compras de los coleccionistas esta semana, Mabel coloca sobre mi mano un libro publicado en 1911. Dice que habla de El Salvador, pero que, como está escrito en inglés, ella no entiende de qué se trata. El libro tiene pasta dura de color azul y un escudo de armas –el de El Salvador, supongo, en los días de la confederación- pintado de dorado. Con letras grandes, se destaca el título de la obra: Salvador of the twentieth century, escrita por el cronista Percy F. Martin, que también escribió libros similares sobre México y Perú.

Una copia de ese texto puede ser consultada en la sección de Colecciones Especiales, en la planta baja de la biblioteca Florentino Idoate, de la UCA, pero la que tengo ahora en mis manos perteneció a la biblioteca personal de Rafael Guirola, Ministro de Finanzas y Crédito Público durante la administración del Dr. Manuel Enrique Araujo, Presidente de la República entre 1911 y 1915. El texto es un resumen de la vida de los salvadoreños de la entonces floreciente nación de El Salvador, e incluye fotografías de la época.

“Se lo vendo”, me dice Mabel de golpe, al saberme fascinado por el libro. ¿Cuánto quiere por él? “Deme veinte”, me dice, y segundos más tarde soy el nuevo dueño de este pedazo de historia salvadoreña.

Mabel sigue mostrándome sus libros y trae ante mí una copia de la Comedia Griega, edición de bolsillo, en papel reciclado, de la editorial Roxil. Lo abre y hurga entre páginas con sus manos regordetas y de uñas pintadas en rosa brillante. De pronto, extrae un sobre blanco cerrado y marcado con un sello de tinta azul en el que se lee: “Iglesia Evangélica de las Asambleas de Dios, San Francisco Javier, Depto. De Usulután”.

Es una carta que al parecer nunca llegó a su destinatario. “A veces una se encuentra fotos, billetes, estampillas... Yo al final, como no sé qué hacer con ellos termino botándolos a la basura. Esta carta me la quedé por pura curiosidad. Quería saber qué decía... Y más tardó Mabel en revelarme las intenciones de su morbo que en abrir y empezar a leer la carta. Sobre papel de rayas azules, con una tinta debilitada por el tiempo, se leía:

“Savado 19 de Febrero de 1983

Snfco Javier, Usulután

Iglesia Asambleas de Dios en

Snfco Javier, Usulután

El Salvador C.A.


El pastor juntamente con el cuerpo oficial, ase constar que la portadora.

Cristina Guerrero de Calderon es miembro en nuestra iglesia, cumplidora de todos los deberes y a la bez respetativa para con su pastor y demas miembros y incluso con las amigas.

Ella ha desempeñado algunos cargos en la iglesia como presidenta local del C.M.L. y también con el distrito como bisepresidenta.

Y en bista de su traslado se le extiende esta nota para que la interesada pueda aser uso de ella donde crea que es combiniente.

Rogamos a tí hermanos o sea ustedes sus consideraciones a nuestra hermana y el Dios de amor os de grandes bendiciones Dios os bendiga.

Pastor Rogelio Mazariego. Diaconos José Andres Arevalo. Julio Torres

Raul Garay. Francisco Guzman. Federico Yanes”

Mabel me regaló la carta y un libro sobre biografías al que se le están cayendo la portada y la contraportada. Me dirijo a casa con la sensación de haber recorrido un cementerio de elefantes, en el que se pueden encontrar restos de mamuts apenas roídos por las polillas y de mastodontes en buen estado pese a las cicatrices de alguna mano mutiladora. El saber de la biblioteca de Alejandría, aún vivo."




1 comentario:

Anónimo dijo...

Pareciera como si valiera la pena viajar hasta aquí sólo para buscar libros usados... La verdad es que en estos días (y peor ahora que han sido desalojados muchos puestos en el alguna vez célebre parque San José) sólo verán una sombra o burla de la descripción que han leído anteriormente. Es una verdadera lástima.

Sin embargo, si usted vive en El Salvador -y más todavía si vive en San Salvador- sería bueno que fuera al menos una vez en su vida. No espere encontrar la gran cosa, pero si le agrada terminar con las manos negras de hollín del que están llenos los libros, puede que después de revolver y revolver encuentre algo... ¡Quién sabe! De cualquier manera, puede encontrar mayor variedad que en las otras librerías y a un precio muchísimo menor.