La mayoría de los clientes se acerca a estos negocios callejeros en busca de libros en ofertas.
En Valparaíso aún se pueden encontrar personas que se dediquen a vender libros usados en las calles. Un negocio, que según sus propios vendedores, se mantiene por la conveniencia económica y por la mística de su tradición. Lo nuevo no siempre es lo mejor. Así lo afirma una pareja porteña que defiende por años este alicaído rubro.
El concepto del libro usado suele tener para muchos un valor agregado, que el manuscrito recién salido de la imprenta no posee. Cierta magia envuelve la idea de un texto que ha pasado por varias manos, que ha visto cosas que quedan impregnadas en sus páginas amarillentas, unas notas hechas por un doctor en los años veinte, alguna frase garabateada por un escolar enamorado, o la firma de una ama de casa que vibró con un sórdido policial traducido del francés.
En los libros usados sobrevive el espíritu de la literatura: el diálogo entre individuos más allá de la distancia y del tiempo, algo que perdura y que nos da a entender que estamos todos conectados, y más importante aún, que siempre nos podemos comunicar. Ese mismo espíritu es el que mantienen vivo los vendedores de libros al aire libre en Valparaíso. Todos los días se instalan con sus mesas, en las que ponen varios ejemplares uno junto al otro, para atraer al posible comprador ocasional.
Uno de ellos es Jorge Ossandón, quien llega todos los días a la calle Bellavista, a eso de las 11 de la mañana, con varias cajas llenas de libros, las que va dejando en el puesto que tiene junto al supermercado Líder. “La verdad es que todo esto partió más por un hobby que por un oficio”, confiesa el librero. “A fines de los años ’80 empecé a vender libros los fines de semana, cerca de la plaza O’Higgins, mientras estaba estudiando”.
“Trabajé un tiempo con una pequeñísima empresa de mantención de maquinarias, pero eso con el tiempo fue decayendo. Por eso empecé a vender mi biblioteca de modo informal, hasta que decidí empezar a vivir de esto, haciendo algo que me gustaba”, recuerda el porteño, mientras sigue ordenando los textos de su local.
En las mesas de libros usados conviven diccionarios, escritos de filosofía, de música, novelas clásicas, los best-sellers de antaño, libros escolares, ensayos de sociología y lingüística, manuales de carpintería, tratados de geometría y hasta los misterios de las pirámides, los Ovnis y la verdad sobre el manto de Turín.
Así, los vendedores de libros, cual verduleros, intentan mostrar sus mejores cosechas a los transeúntes de la ciudad. “Mi ideal sería hacer una línea basada en las ciencias políticas, filosofía, arte, literatura, pero la verdad es que hay que abarcar de todo nomás, según la temporada”, explica el vendedor, al referirse sobre el amplio abanico de ofertas en su negocio.
MATANDO EL TIEMPO
Según me explica Jorge, los compradores de libros usados pueden dividirse, crudamente, en dos categorías: los que quieren bajos precios, y los que quieren rarezas.
Jorge Ossandón vende libros en la calle Bellavista, labor que inició como un hobby en la década del ’80.
“Hay un gran segmento de público que busca el libro escolar y por eso es una obligación tenerlos. Luego hay un público un poco menor que busca los best-sellers, como Bárbara Wood, Isabel Allende y otras cosas que son más masivas. Hay un público mucho más reducido, principalmente, de estudiantes, que buscan filosofía y ciencias sociales, y por último un público mucho más elitista que busca cosas más específicas, cosas raras, antigüedades”, detalla el experto librero.
Aunque son los textos escolares los que ayudan a sobrevivir, tanto a Jorge como su pareja Luisa (quien también se dedica a la venta de textos, pero ella lo hace en la Plaza O’Higgins) saben que al final, lo que destaca a estos puestos callejeros sobre las grandes cadenas de librerías, es la presencia de los denominados “otros libros”, esas rarezas que llaman la atención y que atraen a los fanáticos, a los bibliófilos sedientos.
“Si bien mi sueño es tener algún día una librería instalada, el concepto feria entrega otro elemento, te interviene el espacio público, y secuestra en cierta medida a la persona que va caminando. Te atrapa. De las personas que se quedan mirando estos libros, muchas de ellas no tienen ningún interés en entrar a una librería, pero sí les parece entretenido por último para matar el tiempo, y en ese matar el tiempo se producen otras cosas también, se produce interacción, se produce interés por comprar, e incluso muchos llegan simplemente a conversar de libros. Uno siempre aprende de los clientes”, comenta el vendedor callejero.
Misma opinión mantiene Luisa, quien además resalta las claras diferencias económicas que hay entre ambos mercados. “La gente sabe que en una librería va a encontrar precios mucho más altos que acá. Aparte, aquí uno puede hallar cosas que no hay en otras partes. Por ejemplo, una vez me llegó un escrito de Neruda del año de la cocoa, que era valiosísimo, y llegó justo el cliente preciso que dijo ‘yo quiero éste’ y se lo llevó”, compara.
“No somos competencia con librerías, como la Antártica o la Feria Chilena del Libro. Nosotros vendemos libros de ocasión, en oferta, libros que vamos encontrando. Las librerías grandes tienen la primera mano, tienen las ediciones nuevas, los contactos. Yo prefiero el concepto de feria de libros usados, me gusta la idea de buscar, recrear y reconstruir el libro ya perdido”, complementa el novio.
PERDIDOS EN EL ESPACIO
A simple vista, parece que los lugares donde trabajan Luisa y Jorge no son los más indicados para ofrecer este tipo de productos. Por ejemplo, en la Plaza O’Higgins, los libreros y los anticuarios forman parte de una línea de puestos al aire libre, en los que conviven con vendedores de clavos y herramientas. Más abajo venden ropa y celulares, y ya llegando a Pedro Montt se instalan los vendedores de pescados, mariscos, calcetines y cigarrillos de dudoso origen.
Mientras que en la calle Bellavista, los libreros están incrustados entre un supermercado y un Blockbuster, como medio perdidos entre la tecnología y las compras de la semana. “Valparaíso no es una gran plaza para la compraventa de libros”, reconoce el porteño, quien agrega que eso se debe “a un fenómeno cultural, por un tema de tiempos. Internet nos ha afectado harto, además de la poca lectura y vocación de las personas, que a mi parecer han ido perdiendo el hábito. En general ha bajado considerablemente el número de compradores con los años”, agrega.
Muchos de los compradores no tienen ningún interés en entrar a una librería, sostiene Ossandón.
La ciudad puerto siempre se ha jactado de su colección artística y cultural, por sus historias de artistas y bohemios de distintas épocas, de Pablo Neruda o Rubén Darío rondando los cerros emblemáticos y reuniéndose en los cafés y bares del plan, creando manifestaciones culturales y artísticas que pusieron a Valparaíso en el mapa, no sólo de la literatura nacional sino incluso internacional.
Sin embargo, la Joya del Pacífico no parece darle al libro la importancia que se merece, y menos aún al libro usado, que tanto se parece a Valparaíso en su idiosincrasia, por la negativa a morir a pesar de los golpes de la vida. De ser una ciudad que mira al pasado como su momento de mayor gloria, pero que aún anhela que el futuro le traiga algo más: nuevas historias, nuevas marcas en la piel de las cuales enorgullecerse.
“En este espacio (la calle Bellavista) nosotros estuvimos peleando por años para conseguirlo, pero fue bastante complicado.
Es más factible que la municipalidad entregue permiso a otras labores, como a ferias artesanales que no tienen nada de artesanal, pero que tienen más facilidades que los libreros. Nosotros representamos una apuesta, un pequeño granito de contribución al turismo, al fomento de la cultura, las artes. Si bien es cierto que nuestro primer objetivo es netamente comercial, nuestra idea es entregar un plus más allá, hacer un aporte, un agregado a lo que significa Valparaíso como memoria, como patrimonio, como todo”.
Fuente:
Artículo de
La otra voz.